need some sweets [Natalie A. Chevalier]

El frío se daba paso a cada día que pasaba y se empezaba a hacer notar de sobremanera. Los estudiantes ya no solo iban con la túnica cerrada, si no que, a demás, traían consigo la bufanda de los colores de su casa y sus respectivos guantes negros. Y es que a pesar de que ni siquiera fuera Noviembre, todo aquello le recordaba a Petar el día a día en el castillo noruego, con el frío a flor de piel.
Había amanecido un sábado helado, pero sin hielo. Todos iban tapados con sus ropas casuales mientras cuchicheaban en la entrada del castillo esperando la ida a Hogsmeade, pueblo que se encontraba a unos kilómetros del castillo dónde se podrían encontrar bares y tiendas de diversas temáticas.
Muchos de los chicos hablaban de ir a Zoonko mientras que otros se contaban las novedades culinarias del año que había en la más reconocida tienda de dulces: HoneyDukes. En especial, HoneyDukes era reconocido por su inconfundible chocolate, el cual era el motivo de la visita de muchos magos extranjeros. Para los estudiantes era toda una suerte tener HoneyDukes tan cerca.
Petar fue entre la multitud de camino al pueblo, rodeado de compañeros y cuchicheando sobre estrategias y las noticias más frescas del mundo mágico deportivo. Cuando llegaron, tanto los alumnos del colegio francés como del noruego quedaron asombrados por la humildad del pueblo y la sencillez, pero de lo mucho que ofrecía.
Tras pasar un buen rato en un local llamado "Cabeza de Puerco" y tomar ahí una cerveza de mantequilla, salió a tomar algo el aire mientras observaba a un equipo de tres francesas seguirle por detrás. El búlgaro se limitó a suspiras y a ladear la cabeza como negando y, haciendo caso omiso, se adentró al primer establecimiento que encontró en el camino.
De golpe y nada más abrir la puerta, un montón de olores se precipitaron hacia él. Dulce, salado, agridulce.... Echó un vistazo rápido a aquella famosa tienda de golosinas que, a primera impresión, no era más que un estallido de colores y sabores. En pocos segundos se le hizo la boca agua y se acercó al primer estante que encontró: el estante de las delicias de chocolate. Había piruletas en forma de serpientes enroscadas en el palo de madera, sapos y todo tipo de construcciones increíbles con base de chocolate de todos los colores.
Los ojos de Petar se quedaron clavados en un tarro que quedaba justo delante de él y donde podía visualizar lo que parecían ser grillos de chocolate saltando en el interior del recipiente para poder escapar. Agarró el tarro y lo observó con determinación. Sonrío y observó el precio: nada que él no pudiera pagar. Cuando se volteó para mirar el resto de la tienda chocó con la fina figura de una francesa. Automáticamente aquello le hizo dar un par de pasos hacia atrás y levantar ambas manos en son de disculpa.

- ¡Ah! Lo siento. - dijo él mientras observaba a la joven girarse.

El búlgaro se quedó mirando algo sorprendido a la francesa mientras esta le gritaba con ceñuda, diciéndole la suerte que había tenido por el hecho de que las grajeas que llevaba no se habían abierto al golpear contra el suelo. Automáticamente bajó las manos y se acuclilló para ayudar a la morena a recoger todo lo que había caído. Habían algunos dulces que se habían roto, si no en pedacitos, si por la mitad. Petar soltó un bufido y se levantó con los dulces que ella no conseguía agarrar.

- Perdona de nuevo - repitió mientras le daba los dulces que aguantaba en ambas manos, cuidadosamente, a pesar de que algunos caramelos estaban partidos - Te compraré más de estos. Creo que es lo mínimo que puedo hacer después de haberte roto algunos caramelos - comentó él dibujando una sonrisa piadosa en los labios mientras le caían algunos cabellos hacia los ojos.
Dicho eso, se acomodó la bufanda marrón y miró a la joven de Beauxbatons. Ella, como todas las demás, era una mujer de rasgos finos y delicados. Piel pálida y con aquel acento dulce que tanto le gustaba. Eso sí, el mal genio también se ocultaba, generalmente, detrás de todas aquellas jóvenes encandiladoras. Se fijó, a demás, en que tenía las mejillas y la punta de la nariz ligeramente rosadas a causa del frío que se notaba en el exterior. A diferencia de eso, la temperatura de la tienda era a ambiente normal, haciendo que todas las golosinas estuvieran a su punto y no lograran derretirse.

- ¿Dónde estaban estos caramelos, ehm...? - inquirió él, con el tarro en la mano y ladeando ligeramente la cabeza para que ella terminara aquella pregunta con su propio nombre.

Petar arqueó una ceja sin comprender a la francesa mientras ella se negaba a que él le comprara algunos dulces más por los que se habían roto. Cuando ella se presentó, el búlgaro asintió a su nombre con educación, ya que ninguno de los dos podía llegar a darse la mano con todos aquellos dulces.

- Natalie, un nombre muy bonito - comentó él - Yo soy Petar Krum - finalizó a su presentación con una leve sonrisa casi imperceptible y miró la tableta de sangre rota que ella aún sujetaba y suspiró.
Ella, Natalie, se fijó en el tarro de grillos de chocolate que luchaban contra el cristal para poder salir y su cara se desfiguro hacia el asco, intentando fingir que no era así. Se alejó un paso y aquello divirtió al búlgaro, que también miró al tarro antes de volver su atención a ella.
- ¿No te gustan los bichos, verdad? - preguntó él, ladeando ligeramente la cabeza con diversión. Luego miró hacia el fondo del pasillo que quedaba tras la joven y vio la estantería con las tabletas rojas con gusto a sangre y algún que otro caramelo de los que se habían roto.
- Me rehúso a no comprarte algo como disculpa, así que, con tu permiso... - comentó él, moviéndose hacia la estantería de las tabletas rojas antes de que ella pudiera decir o hacer nada. Aquella estantería en especial estaba repleta de dulces de todo tipo de colores vivos. Y no solo había las tabletas con gusto a chocolate, si no con otros gustos que, a opinión del chico, cada uno era más extraño y apetitoso que el anterior. Quizá no fueran muy atractivos por los nombres, pero al probarlos eran realmente deliciosos.
Con la mano libre, el búlgaro tomó un par de las tabletas rojas y se volvió hacia la joven, moviendo las tabletas con la mano e indicándole que, quiera o no, deberá quedárselas.